Hay dos formas de ser huérfana. Una ya la sabéis. La otra es más difícil de explicar. Hablamos. Con algunas personas más que con otras. Si tienes suerte, además de hablar te comunicas. Y algunas veces, las mejores, te entienden. A veces la familia que te ha tocado y has elegido, te entiende. A veces, las amistades también. Y si vuelves a tener suerte, y no te acobardas, una de esas amistades se convierte en el amor de tu vida.
Entenderse. Comunicarse. Hablar incluso cuando ninguna
palabra sale de tu boca. El privilegio de que las palabras sean algo más que
letras. Entrar en la piscina y bucear. Salir y secarse al sol de abril.
Cuando no ocurre con el resto de las personas, tampoco lo echas de menos, porque nunca ha ocurrido antes y la nostalgia solo se sienta a tu mesa cuando sueles compartir la copa con alguien o la taza de café, según la hora que sea y según las coordenadas en las que pises descalza la hierba. Sin confianza, no hay puentes detonados. A veces te entienden y puedes compartir locuras o miedos, suponiendo que no sean lo mismo. A veces, eres río que fluye sin piedras ni troncos caídos. Pero a veces no.
Hay dos formas de sentirse huérfana. Una ya la sabéis. La
otra viene en forma de vejez o enfermedad. Es la crueldad del paso del tiempo
en el cerebro, las conexiones que a veces se rompen. La crueldad de cuando las
palabras no llegan a donde deberían y la autodefensa que se atrinchera en el
miedo ensombrece los ojos de quien ya no te entiende. Si tienes suerte, no
siempre será así. Si tienes suerte, volverás a conectar y a cruzar el puente
para llegar a esa persona.
Y si se te acaba la suerte, el tiempo, imparable, irá
temblando bajo tus pies, un terremoto de incertidumbre y lejanía, que, de vez
en cuando, te irá recordando que atesores los momentos que te quedan para
hablar con esa persona y que te siga entendiendo incluso cuando estés callada.
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